por Marina Garcés
extraído de su libro Un mundo común
(Barcelona: Ediciones Bellaterra, 2013)
Las llamadas «revoluciones Facebook», en el arranque de la llamada «Primavera árabe», empezaron con un cuerpo ardiendo en Túnez. ¿Qué vínculos de complicidad desató ese gesto unilateral? Su radical individualidad, su anatomía finita y destruida se hizo cuerpo común que irrigó de pólvora y de deseo de vivir las calles físicas y virtuales de una amplia parte del mundo. No es la primera vez que un gesto individual desata una tormenta colectiva, pero sí son novedosos algunos de sus rasgos: ese cuerpo ardiendo era un cuerpo sin identidad política, sin identidad de clase. No actuó en nombre de ningún movimiento, de ninguna consigna. No representaba nada ni era vanguardia de nadie. No asumió explícitamente ningún compromiso. Era un cuerpo sin futuro. Eso es lo que todo el mundo entendió. Eso es lo que todo el mundo encarnó: cuerpos jóvenes sin futuro que empiezan a arder. Con él, tras él, hemos visto cuerpos que desafían a las balas en el Magreb y en Oriente Medio, cuerpos que despiertan en las plazas de España, de Italia, de Grecia, de Israel o de Estados Unidos, cuerpos que estallan de ira en los barrios de Londres … La autoinmolación de Bouazizi, en Túnez, es un ejemplo que pone sobre la mesa algunos de los elementos fundamentales de lo que podríamos llamar nueva politización de la corporalidad, en la que el compromiso no se decide sino que se supone: anonimato, unilateralidad, imprevisibilidad, desconexión entre el discurso y la acción, explicitación de los límites de lo invivible … Es un politización que no canta las promesas de un cuerpo liberado, capaz de hacerse y reinventarse a sí mismo, como había invocado desde distintos movimientos políticos, sociales y culturales a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Es más bien un cuerpo que expresa su preocupación y su querer vivir en un mundo que está estrechando los límites a la vida de cada uno de nosotros, en sus aspectos más básicos: límites económicos, psíquicos, simbólicos … Límites energéticos, climatológicos, económicos, emocionales, culturales … En esta nueva experiencia del límite cambia de signo el problema moderno de la emancipación, que había estado abanderado por la apuesta por la autonomía: autonomía de la razón, autonomía de la política, autonomía del cuerpo, autonomía del individuo, autonomía del deseo. Pero hoy el mundo nos impone la vida como un problema común que nos obliga a tener en cuenta a todos los demás. Nuestros cuerpos, como cuerpos pensantes y deseantes, están imbricados en una red de interdependencias a múltiples escalas. Para cambiar la vida, o para cambiar el mundo, no nos sirven entonces los horizontes emancipatorios y revolucionarios en los términos en los que los hemos heredado. Por eso los cuerpos se desencajan de los discursos y empiezan a hacer lo que sus palabras no saben decir. En la crisis de palabras en la que nos encontramos, ensordecida por el rumor incesante de la comunicación, poner el cuerpo se convierte en la condición imprescindible, primera, para empezar a pensar. No se trata de que todos empecemos a arder. O sí …
En el contexto desde el que escribo, de vidas precariamente acomodadas, de políticas nocturnas y paseos soleados de domingo, ¿qué puede significar poner el cuerpo? No podemos saberlo, cada situación requerirá de una respuesta, de una toma de posición determinada, y todo cambia rápidamente hacia umbrales que nos cuesta imaginar, pero antes que nada significará poner el cuerpo en nuestras palabras. Hemos alimentado demasiadas palabras sin cuerpo, palabras dirigidas a las nubes o a los fantasmas. Palabras contra palabras, decía Marx. Son ellas las que no logran comprometernos, son ellas las que con su radicalidad de papel rehuyen el compromiso de nuestros estómagos. Poner el cuerpo en nuestras palabras significa decir lo que somos capaces de vivir o, a la inversa, hacernos capaces de decir lo que verdaderamente queremos vivir. Sólo palabras que asuman ese desafío tendrán la fuerza de comprometernos, de ponernos en un compromiso que haga estallar todas las obligaciones con las que cargamos en estas vidas de libre obediencia, de servidumbre voluntaria.
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extraído de su libro Un mundo común
(Barcelona: Ediciones Bellaterra, 2013)
Las llamadas «revoluciones Facebook», en el arranque de la llamada «Primavera árabe», empezaron con un cuerpo ardiendo en Túnez. ¿Qué vínculos de complicidad desató ese gesto unilateral? Su radical individualidad, su anatomía finita y destruida se hizo cuerpo común que irrigó de pólvora y de deseo de vivir las calles físicas y virtuales de una amplia parte del mundo. No es la primera vez que un gesto individual desata una tormenta colectiva, pero sí son novedosos algunos de sus rasgos: ese cuerpo ardiendo era un cuerpo sin identidad política, sin identidad de clase. No actuó en nombre de ningún movimiento, de ninguna consigna. No representaba nada ni era vanguardia de nadie. No asumió explícitamente ningún compromiso. Era un cuerpo sin futuro. Eso es lo que todo el mundo entendió. Eso es lo que todo el mundo encarnó: cuerpos jóvenes sin futuro que empiezan a arder. Con él, tras él, hemos visto cuerpos que desafían a las balas en el Magreb y en Oriente Medio, cuerpos que despiertan en las plazas de España, de Italia, de Grecia, de Israel o de Estados Unidos, cuerpos que estallan de ira en los barrios de Londres … La autoinmolación de Bouazizi, en Túnez, es un ejemplo que pone sobre la mesa algunos de los elementos fundamentales de lo que podríamos llamar nueva politización de la corporalidad, en la que el compromiso no se decide sino que se supone: anonimato, unilateralidad, imprevisibilidad, desconexión entre el discurso y la acción, explicitación de los límites de lo invivible … Es un politización que no canta las promesas de un cuerpo liberado, capaz de hacerse y reinventarse a sí mismo, como había invocado desde distintos movimientos políticos, sociales y culturales a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Es más bien un cuerpo que expresa su preocupación y su querer vivir en un mundo que está estrechando los límites a la vida de cada uno de nosotros, en sus aspectos más básicos: límites económicos, psíquicos, simbólicos … Límites energéticos, climatológicos, económicos, emocionales, culturales … En esta nueva experiencia del límite cambia de signo el problema moderno de la emancipación, que había estado abanderado por la apuesta por la autonomía: autonomía de la razón, autonomía de la política, autonomía del cuerpo, autonomía del individuo, autonomía del deseo. Pero hoy el mundo nos impone la vida como un problema común que nos obliga a tener en cuenta a todos los demás. Nuestros cuerpos, como cuerpos pensantes y deseantes, están imbricados en una red de interdependencias a múltiples escalas. Para cambiar la vida, o para cambiar el mundo, no nos sirven entonces los horizontes emancipatorios y revolucionarios en los términos en los que los hemos heredado. Por eso los cuerpos se desencajan de los discursos y empiezan a hacer lo que sus palabras no saben decir. En la crisis de palabras en la que nos encontramos, ensordecida por el rumor incesante de la comunicación, poner el cuerpo se convierte en la condición imprescindible, primera, para empezar a pensar. No se trata de que todos empecemos a arder. O sí …
En el contexto desde el que escribo, de vidas precariamente acomodadas, de políticas nocturnas y paseos soleados de domingo, ¿qué puede significar poner el cuerpo? No podemos saberlo, cada situación requerirá de una respuesta, de una toma de posición determinada, y todo cambia rápidamente hacia umbrales que nos cuesta imaginar, pero antes que nada significará poner el cuerpo en nuestras palabras. Hemos alimentado demasiadas palabras sin cuerpo, palabras dirigidas a las nubes o a los fantasmas. Palabras contra palabras, decía Marx. Son ellas las que no logran comprometernos, son ellas las que con su radicalidad de papel rehuyen el compromiso de nuestros estómagos. Poner el cuerpo en nuestras palabras significa decir lo que somos capaces de vivir o, a la inversa, hacernos capaces de decir lo que verdaderamente queremos vivir. Sólo palabras que asuman ese desafío tendrán la fuerza de comprometernos, de ponernos en un compromiso que haga estallar todas las obligaciones con las que cargamos en estas vidas de libre obediencia, de servidumbre voluntaria.
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Marina Garcés (Barcelona, 1973) es filósofa. Actualmente es profesora titular de filosofía en la Universidad de Zaragoza. Su labor principal se reparte entre la docencia, la escritura, sus hijos y la dedicación al pensamiento práctico, crítico y colectivo que impulsa desde hace años, junto a algunos compañeros, desde Espai en Blanc.
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Fotografía de Miguel Yesid Torres, marcha del 8 de marzo de 2017 en Guadalajara.
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