por Claudia Águila
Actualmente ya todo es de plástico. Las bolsas, la música, las botellas y hasta las personas. Toda cosa hecha de plástico tiene la característica de ser totalmente prescindible y desechable en el momento en que deje de servir a su propósito, que puede ser desde guardar una camisa hasta hacerle ganar millones de pesos a Tommy Motola o a los managers de Lady Gaga.
De todos los objetos de
plástico que existen en la sociedad de hoy en día, parece que los más accesibles
son las bolsas. Cualquiera puede ir y pararse a la tiendita de la esquina, al
tianguis, al Oxxo, al Seven Eleven, Bodega Aurrera o (los más afortunados) a
Walmart y a Sam´s Club con el objeto de
conseguir una; ya lo de comprar productos para rellenarlas es puro pretexto
porque la verdad es que a la gente le encanta cargar con bolsas en las manos y
caminar así por las calles, o ponerlas dentro del coche para que cuando llegue
a su casa los demás se den cuenta de que fue de compras y que ya la hizo porque
el día de hoy compró algo.
En países como Australia y
Estados Unidos (este último, país que parece casi de plástico, con la
desventaja de que nadie hasta hoy ha podido desecharlo y que tiene el mérito de
haber iniciado el negocio de las bolsas en los 60´s) un ciudadano promedio
consume 365 bolsas al año; lo cual quiere decir que en la agenda cotidiana de
la gente está incluido comprar una bolsa y que esto consiste en un asunto de
enorme importancia. Pensar que la gente compra bolsas de plástico porque
encuentra un placer indescriptible en ensuciar las calles, matar especies
animales en los ríos y los mares que tienen contacto con ellas o poblar el
mundo de sustancias tóxicas que pueden tardar hasta 500 años en degradarse,
puede ser muy válido y hasta cierto; pero el que la gente lo incluya de manera
tan natural en su vida cotidiana puede obedecer a otra razón, a saber, más
metida dentro del propósito último que tienen las bolsas que es agarrar cosas,
sostener cosas, dar soporte a cosas que se van cargando.
Puede decirse sin duda
alguna, siguiendo a Fernández Christlieb, que nunca había habido un siglo que
fuera tan optimista, tan moderno, tan lleno de show, de espectáculo y
conocimientos como el XXI. Basta con encender el televisión cualquier tarde para
darse cuenta del montón de programas y variedades que hay, escuchar la radio
para enterarse del de todos los géneros musicales nuevos que surgen, leer el
periódico para tener noticia de los miles de acontecimientos que ocurren en el
mundo o abrir el muro del facebook para tener conocimiento de todos los
pormenores que ocurren en la vida de la gente. Si el mundo está plagado de
estímulos, cosas, opciones y alternativas, no se vale entonces que la gente
diga que no hay libertad, porque de que tiene
de donde elegir, lo tiene. Lo que sobra en el mundo son las alternativas.
Lo que falta es saber entre
cuales de ellas elegir y la vida de la gente transita más o menos en ir
recorriendo un montón de opciones que no son en si incorrectas ni inválidas
pero que definitivamente no la llevan a sentir el optimismo y la felicidad tan
prometida por los anuncios de la Coca-Cola o los políticos que en México salen
en Televisa y TV Azteca. Así, después de agotar y desechar todas las opciones
posibles, aparece una sensación de hastío, de desgano y algo que parece
extraño: las ganas de que todas esas opciones desaparezcan y nomás elegir una,
que le de tranquilidad y soporte, dentro de la cual uno pueda meterse y ya no
tener que salir.
Las bolsas de plástico, con
sus agarraderas para dar soporte, pueden obedecer ciertamente a la intención de
agarrarse o meterse dentro de algo. No es que la gente agarre a las bolsas, es la
gente quien necesita agarrarse de ellas.
Quizá por eso se han vuelto el negociazo de este siglo, porque si bien las
personas no tienen en que soportar su vida, al menos tienen un montón de
productos desechables de los cuales fingir que pueden sostenerse. Y los
productores de bolsas de plástico alrededor del mundo se dan perfecta cuenta de
ello. Pero la tragedia ocurre una vez que el objeto ha perdido su uso, que es
el de sostener un producto igualmente consumible y desechable que la bolsa que
lo sostiene, y la gente ya no tiene nada más de que agarrarse. Y entonces tiene
de dos: comprar más bolsas al día para así no sentir que la vida se de le
derrumba o acudir a otros objetos de la misma categoría que le den soporte. Y
así es como Shakira, Justin Bieber, la Cabalá, la Programación
Neurolingüística, el Yoga y las flores de Bach tienen mucho éxito en el
mercado.
La modernidad ofrece con sus
productos de plástico una inmensa posibilidad de opciones en las cuales
entretener la vida. Y lo logra porque, igual que bolsas, la vida se consume con
una enorme rapidez, es decir que se vuelve de plástico. Lo curioso es que a
pesar de ello, parecen emerger grupos de personas a las que ya no les basta con
los entretenimientos y los shows, las bolsas y el silicón, y dejan de creer en
las opciones que la vida actual les ofrece y se enojan profundamente cada vez
que ven un anuncio de Pantene que promete que hay un futuro más allá si
acondicionan sus rizos.
Esta masa de personas se da
sin duda cuenta de que si en la infinidad de alternativas que el mundo actual
ofrece no es posible encontrar algo que haga soporte a la vida, probablemente
si lo haya en cosas pasadas. Y entonces acuden a algo que se llama “historia”,
“costumbres”; “memoria colectiva”; cosas todas aquellas no desechables y que
perduran pero que van en contra del optimismo de la época que prometió que la
democracia y la libertad se alcanzan comprando chucherías y porquerías en los
supermercados.
Y es que en el fondo de toda
época y de todo espíritu de época (así lo puede evidenciar uno estudiando la
historia del pensamiento humano) se asienta una necesidad de algo profundo que
le de sentido. Algo así como querer dejar huella de que existió como tal y que
ninguna otra ocupará su lugar. Cosa que las bolsas de plástico si pueden lograr
en los 500 años que permanecen en el mundo pero que, paradójicamente, una época
que se empeña en destruirse a sí misma no tendrá tiempo de realizar nunca. Mientras se da cuenta de ello, puede ser que
siga inventando más cosas de plástico para comprar y entretenerse.
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Claudia Águila es licenciada en psicología por la Universidad de Guadalajara.
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