De la retórica de la no-retórica y el conocimiento de la realidad

por Héctor Eduardo Robledo
Notas para una charla en la Universidad Autónoma de Aguascalientes.
Octubre de 2003.


El término retórica hoy es usado despectivamente para denunciar cuando alguien que habla está intentando envolver con palabrería a sus escuchas. Aquí se usará haciendo alusión al arte de la persuasión que tenía lugar en el ágora de la Atenas griega en los siglos anteriores a Cristo. Aunque no está lejos de aquella primera acepción, hacer retórica es argumentar coherentemente (o al menos que eso parezca) un punto de vista con la finalidad de convencer. Lo que justamente aquí se argumentará, es que las verdades científicas y la realidad que éstas describen, al igual que cualquier tipo de conocimiento, se encuentran sustentadas en discursos y procesos sociales, más que en la descripción fidedigna del mundo objetivo. Que el conocimiento que el sentido común y la ciencia producen depende de lo que piensa sociedad, de su forma concreta de mirar en determinado momento histórico.
 
 
-->
La realidad no existe en sí misma: los argumentos cuánticos

La ciencia, acorde al ideal de Platón retomado por Descartes y de ahí la Modernidad, históricamente ha trabajado por generar un conocimiento objetivo acerca de la realidad. Ha pretendido desarrollar los dispositivos más precisos posibles para dar cuenta de cómo es el estado de las cosas, cuál es su verdad, cómo es el mundo tal cual. Este propósito conlleva un presupuesto epistemológico, que no es otra cosa que la creencia (sí, creencia), de que la realidad existe en sí misma con independencia de quien la observa, como ya decía Einstein: “la realidad física existe, y existiría de todas las formas aunque no hubiese ningún observador para observarla” (citado en Ibáñez, 2001, p. 22): las cosas están ahí, el mundo de los objetos, todo, aunque nadie hubiera que pudiera mirarlo, percibirlo, y darle sentido a través de socializarlo mediante el lenguaje. Dentro de esta postura, que bien podríamos llamar realismo ontológico (asumida como ya decíamos, por la ciencia, pero también cotidianamente por el sentido común), hay quienes pugnan por que dicha realidad puede llegar a ser conocida en su totalidad con los dispositivos adecuados. Y están también quienes dicen que sólo podemos obtener perspectivas parciales de las cosas, nunca su verdad completa. Pero para ambos la realidad ahí está aunque no podamos conocerla. Y ha sido la física la que ha reinado en este asunto de conocer, predecir y controlar la realidad. Por eso resulta interesante lo que tiene que decirnos la teoría cuántica respecto a esa realidad existente en sí misma de la que pretende dar cuenta la ciencia (Ibíd., p. 19)

La mecánica cuántica constituye el dispositivo más potente para cuestionar el consenso generalizado de que hay una realidad objetiva independiente de nosotros, tomando por ejemplo la cuestión de la dualidad onda-corpúsculo:

Un corpúsculo es una entidad discreta, individualizada, que se encuentra en una determinada y limitada región del espacio. Puede describir trayectorias, y cuando lo hace su posición y su velocidad están determinadas en cada momento.
Una onda es una entidad continua, no localizada que ocupa todo el espacio que está a su alcance, no transporta nada; no es un cuerpo, es un movimiento (Ibíd., p. 27).

Por lo tanto, onda y corpúsculo son entidades totalmente diferentes: el movimiento de un cuerpo no es un cuerpo. Pero en física cuántica se sabe que las partículas cuánticas son bifrontes. Se comportan como ondas, y como corpúsculos. Claro que no se comportan como ambas cosas “al mismo tiempo”, sino que dependiendo del dispositivo que se utilice para observar, por ejemplo la luz, ésta se comportará como ondas o como corpúsculos. Una cosa es pensar que la luz es como es, y diferirá su percepción según la perspectiva desde la cual se le mire, y otra muy distinta es que al ser experimentada desde dispositivos distintos, se comporte como dos entidades que nada tienen que ver una con la otra, como lo son ondas y corpúsculos, que es más, se excluyen mutuamente. Los realistas dirían que más allá de esas impresiones, el electrón es como es, y nunca puede ser dos cosas incompatibles entre sí. Su naturaleza real se nos escapa por completo, está más allá de nuestros dispositivos. O sea que no tenemos categoría conceptual alguna para pensar esa otra cosa que no es onda ni corpúsculo. Así, el debate científico se va pareciendo  al debate teológico: no sabemos lo que es, no podemos conocerlo, pero existe. La contradicción sólo plantea problemas lógicos si se parte de un planteamiento realista. Es decir, si se postula que las propiedades ondulatorias o corpusculares describen un supuesto objeto “tal y como es” realmente,  porque, en efecto, un mismo objeto no puede ser “realmente”, dos cosas incompatibles entre sí (Ibíd., p. 30).

Dejando atrás el credo realista, aceptando que el carácter ondulatorio y corpuscular no constituyen propiedades de un supuesto objeto, sino que son el resultado de las operaciones que realizamos, y resultan de la interacción entre un dispositivo de observación y lo que se encuentra en el campo de la observación, entonces la contradicción se mantiene, pero no tiene ninguna consecuencia catastrófica para la razón, porque no estamos afirmando que un supuesto objeto real presenta ontológicamente dos propiedades mutuamente excluyentes. La respuesta depende de la pregunta. La realidad depende del dispositivo de observación (Ibíd., p. 31).

En palabras del psicólogo social Tomás Ibáñez:

“... la realidad es, por supuesto, tal y como es pero sólo porque nosotros somos tal y como somos. Si cambiamos también cambia la realidad. No hay otra alternativa más razonable que admitir que el ser es, y que el ser precede por supuesto al conocimiento del ser [...] La realidad es lo que resulta construido por nuestra existencia, y depende por lo tanto de ésta”.[i]

Esta es a todas luces, como el mismo Ibáñez explica, una postura relativista, que así como niega la existencia de la realidad en sí misma, niega la posibilidad de una realidad más verdadera que otra, de un conocimiento más verdadero que otro en términos absolutos. En todo caso, la validez de un conocimiento sería en razón de la utilidad que tiene para el colectivo que lo ha generado.


Lo que se le olvida a la ciencia

Pero más allá de que el conocimiento de la realidad sea inherente a nuestras operaciones, características y dispositivos, es un producto colectivo. Esto quiere decir que, en primer lugar, conocimiento, pensamiento y realidad son una misma cosa que, en segundo lugar, no se encuentra en las cosas en sí, como realidad objetiva, pero tampoco en nuestras mentes individuales como realidad subjetiva, como pensaban los idealistas, sino que está entre los sujetos, en las relaciones y procesos sociales, mediada por el lenguaje. Por lo que aceptar que una cosa es real tiene sentido cuando toda una colectividad está de acuerdo en ello, y tiene un fin práctico para ese colectivo, por lo que también podemos afirmar que realidades y verdades son relativas a su contexto socio-histórico. Conocimiento y realidad tienen las formas de su sociedad. La física clásica, por ejemplo, parece corresponder plenamente a la modernidad, a la lógica de la racionalidad. La física relativista parece por otro lado, haber contribuido a la construcción de la ideología legitimadora de la posmodernidad, donde las grandes verdades universales han dejado de regir la vida social. Las concepciones de ciencia suelen marcar las concepciones del mundo social, y viceversa (Ibíd., p. 26).

En la Grecia clásica, la plaza pública era el lugar por excelencia de la comunicación donde se “inventaba” la verdad, la cual dependía de que tan bien pudiera el retórico argumentar su punto de vista y lograr que los otros lo aceptaran. Y no podemos decir que hoy la verdad no dependa de la retórica, de que también se pueda argumentar. A partir de Descartes y hasta hoy, la retórica de los científicos consiste en argumentar que los experimentos en laboratorio nos han demostrado con hechos fehacientes cómo se comporta tal o cual objeto, y que detrás de tal realidad no hay ni ideología, ni valores, ni prejuicios, ni percepciones humanas. Su retórica consiste en argumentar que no hay retórica, sino la realidad en sí misma. Se les olvida con qué ojos miraron y quiénes inventaron las técnicas y artefactos de medición de la realidad. Y hoy no hay plaza pública donde se debaten los distintos puntos de vista, sino revistas científicas y de divulgación, televisión e internet, con los que difícilmente se pueden discutir los planteamientos científicos. Sólo se recibe la información y se acepta como verdad, por el estatus del que hoy gozan los medios de información. No hay lugar ya para los procesos colectivos que generan conocimiento, sino que se impone una sola forma de mirar y vivir la realidad. Foucault, filósofo francés, diría que lo que está mediando son relaciones de poder. Entre menos pueda la sociedad conocer la retórica que utiliza la comunidad científica, el conocimiento que ésta produce será más exclusivo, es decir excluyente, lo que le seguirá dando poder y estatus. Hemos llegado entonces a pensar que los científicos son aquellos señores de bata blanca que hacen ciencia, en lugar de considerar que ciencia es eso que los científicos hacen.

Si seguimos con la idea de que la realidad es lo que pensamos de ella, la ciencia no sería tanto una forma de explicar lo que sucede en el mundo, sino un modelo de pensamiento que genera su propia realidad, sus propios problemas y soluciones. Tal vez el problema de nuestro tiempo radica en que lo que está defectuoso de inicio es el conocimiento que tenemos de la realidad, la forma en que nos aproximamos a ella. Digamos entonces que los problemas bien pueden ser de orden epistemológico. Epistemología llamamos a la forma de conocer, a las relaciones entre sujeto y objeto, conocedor y conocido, gente y realidad. Decimos que el problema es epistemológico porque conocimiento y realidad son una misma cosa.

Quiero ejemplificar con una investigación que acabo de concluir. Es sobre el cada vez más cotidiano y tan diagnosticado hoy día en las escuelas primarias Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDA-H). Lo que he hecho en mi investigación para dar cuenta que este trastorno es una construcción social (como lo son todas las cosas), es deconstruirlo, es decir, ir desmontando los procesos socio-históricos que dan cuenta hoy de su realidad.

Las manifestaciones de los niños con TDA-H son excesiva inquietud motora, dificultades de aprendizaje escolar, que molesta frecuentemente a otros niños, se distrae fácilmente, exige inmediata satisfacción a sus demandas, tiene dificultades para cooperar, está en las nubes, es irrespetuoso, es intranquilo, es impulsivo, es irritable. El Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDA-H), es el trastorno más diagnosticado en niños en edad escolar en sociedades como la estadounidense, la canadiense, la chilena, la colombiana y la mexicana. Entre el 6 y el 10% de esta población, según los especialistas, lo padece, aunque en Colombia la cifra es hasta del 18% (La Jornada, 11/ 10/ 02), con lo cual no faltará quien esté ya haciendo hipótesis de por qué ese país está como está. Los neurocientíficos aducen que este es un trastorno con base neurológica, por lo cual se ha sugerido tratamiento farmacológico, principalmente con metilfenidato, industrializado como el famoso Ritalín. Tomé este fenómeno para investigar porque no todo mundo está de acuerdo con estos presupuestos y hay bastante polémica al respecto.



 

-->
Uno pensaría que no tiene por qué dudar de la investigación neurocientífica. Por supuesto que no, cuando una sociedad tiene cerca de dos siglos pensando que el órgano del comportamiento es el cerebro. Lo curioso está en que no siempre ha sido así: hubo sociedades en que de veras la gente actuaba “de corazón”, otras pensaron con los riñones, y hasta con la sangre. A diferencia de la Edad Media, en que la vida era concebida como unidad, la modernidad fragmentó todo, incluyendo al cuerpo humano, el cual fue equiparado a la máquina y dividido en mecanismos, con su control central en el cerebro. Es esta la tradición del determinismo biológico que permea aun hoy las ciencias del comportamiento. Es el paradigma hegemónico, y así ha sido perpetuado en el lenguaje que utilizamos cotidianamente: “¿dónde tienes la cabeza?”, “eres un cabeza hueca”, “tienes problemas en el cerebro”, “tienes mucho seso”, etc.

Ya en este siglo, para estudiar la mente humana la psiquiatría se apoyó en las neurociencias y se preocupó más por la psicobiología y la psicofisiología; la psicología se empapó de cognitivismo, y tomó como conceptos y objetos de estudio la percepción, la memoria, la atención y con ello la falta de atención. Tampoco podemos obviar el fenómeno de la industria farmacéutica, que año con año incrementa la venta de productos para tratar el TDA-H, ni modo de no publicitar la existencia del trastorno. ¿Pero por qué cuestionarlo? Si el sustrato del pensamiento y el comportamiento está en el cerebro, el cual es un continuo de reacciones químicas, pues lo más lógico es que el problema sea atacado con medicamentos.

¿Pero qué tal que el paradigma hegemónico para comprender el comportamiento humano fuera el de las ciencias de la cultura, o del Espíritu, como la psicología de los pueblos desarrollada en la segunda mitad del siglo XIX? Ésta por ejemplo, considera que la sociedad es un ente pensante en sí misma, que los individuos están dentro del pensamiento de la sociedad y no al revés, y que el órgano con el que ésta piensa es el lenguaje y no el cerebro. Es decir que a través del lenguaje una sociedad se pone de acuerdo en que quien dirige su comportamiento es su cerebro, su sangre o su corazón. Alguien podría decir que si la psicología de los pueblos no es el paradigma hegemónico para explicar el comportamiento humano es porque no tiene los argumentos suficientes para serlo. Y puede que tuviera razón: la psicología de los pueblos prácticamente murió a principios del siglo XIX porque sus argumentos no iban con la corriente positivista de su época que quería hacer de la psicología una ciencia experimental, para que fuera ciencia, claro. Y que una sociedad piense con el lenguaje no es algo que se pueda demostrar en el laboratorio, por lo tanto para la ciencia positivista eso no puede ser “real”. Y la realidad se convierte por tanto en un asunto de retórica, o sea de quien tenga mejores argumentos en determinado momento histórico. Por eso también se puede afirmar que la realidad del TDA-H es histórica, como ha señalado Ivan Illich: “Cada civilización define sus propias enfermedades. Lo que en una civilización constituye una enfermedad, podría ser anormalidad cromosómica, delito, pecado o santidad en otra”.

Si miramos entonces a detalle, lo que es “real”, en el caso de la ciencia por ejemplo, depende de los conceptos que ésta utiliza, de sus dispositivos de medición, de interpretación, y de que las “verdades” que enuncia gocen de la aceptación de la comunidad científica en un primer momento, y de la sociedad después. Es cierto que el diagnóstico de déficit de atención con hiperactividad es aceptado por buena parte de quienes trabajan en las ciencias del comportamiento y la educación, dando por hecho que este tiene base neurológica aunque los neurocientíficos aceptan que todavía no hay pruebas que permitan  identificar un mal funcionamiento cerebral asociado de manera específica al TDA-H. También el tratamiento farmacológico goza de buen nivel de aceptación, pero hay todavía sectores muy reacios al uso del diagnóstico TDA-H como tal y más aun a la medicación, por lo que lo del TDA-H no es todavía una “realidad” tan “real” como lo pudiera ser la diabetes y su tratamiento con insulina inyectada.


Implicaciones de ese olvido

Bien sabemos que el medio ambiente ya no es nuestra casa. Ahora es objeto de comercio y de acumulación, al servicio de intereses privados, aunque eso signifique romper la capa de ozono, contaminar el agua, arrasar los árboles, dejarnos sin oxígeno, sin vida. Las transnacionales ya nos venden la comida, pronto nos venderán la luz, y en unos años más el agua. Falta poco para que lo básico de la sobrevivencia humana se convierta en mercancía, en marca.

La relación que la ciencia objetiva ha entablado con el ambiente corresponde a una epistemología de la distancia (Fernández Christlieb, en Archipiélago 13). Según ésta, sujeto y objeto son entidades distintas y ajenas. Quien investiga, quien conoce, quien tiene ideas, intereses, voluntad se siente muy importante, y el ambiente es simplemente un espacio lleno de cosas inánimes, que no sienten ni piensan. El ambiente en sí mismo es visto como cosa. Se puede utilizar, pero no cuenta. Sirve para extraerle recursos, sean renovables o no renovables. Y claro, científicamente suena ridículo considerar que el ambiente siente o piensa, porque de lo que se trata es de obtener un conocimiento sin prejuicios ni afectos, un conocimiento frío. Hasta se llega a creer que los científicos tampoco deben tener prejuicios ni afectos. Las ideas de competencia, éxito tienen que ver con esta epistemología: es triunfador aquel que sabe obtener lo máximo de las situaciones. Y ahí tenemos a Gallo y Montaigner peleando por quien descubrió el VIH; ya ni los convalecientes cuentan. La epistemología de la distancia enseña a ejercer poder sobre las cosas. Poder es el acto de operar sobre el mundo sin preguntarle su opinión.

Pero jugando otra vez con la idea de que la realidad depende de nuestras concepciones, podemos imaginar una relación distinta entre sujeto y objeto, de simpatía o antipatía, de trato de igual a igual. Y de hecho sucede cuando la gente le habla a su perro, a sus violetas, acaricia sus objetos entrañables como el abrigo viejo que le regaló la abuela, y hasta se pelea con el carro porque no quiere arrancar. Es decir que se le concede al objeto las cualidades propias, se es sensible a él. Y sí, es como magia; Pablo Fernández Christlieb, psicólogo social mexicano, llama a este fenómeno epistemología del encantamiento (Ibíd.). Es así como los bosques de la Edad Media estaban encantados, tenían sus lógicas propias mediante las cuales fabricaban unicornios, brujas, hadas, dragones y princesas cautivas. Quien se internaba en el bosque debía descifrar las claves de sus pensamientos y sentimientos para llegar a algún acuerdo con él y que le devolviera a la princesa. Para arrancarle un árbol o quitarle algún animal había que pedirle consentimiento. Pero claro, para la ciencia objetiva un argumento así resulta también ridículo: ni los árboles, ni los animales, ni los bosques tienen voluntad ni merecen ser escuchados; sirven para explotarlos, no para interactuar con ellos. Y es que eso de interactuar la ciencia ya no lo hace ni cuando sus objetos a investigar son personas (pregúntenle a la psicología). Cabe aclarar que la epistemología del encantamiento no se trata de un asunto humanitario ni de caridad, que son también formas de tomar distancia, sino de acuerdos de coexistencia. Vale para el perro, el abrigo, el bosque, las minorías, los árboles, los monumentos y el planeta. Vale para uno mismo y para el prójimo.


Los argumentos aquí expuestos tampoco pretenden ser, por supuesto, representativos de una verdad sobre las cosas, sino promover una versión más sobre el mundo que pretende evitar las dicotomías de pensamiento y realidad, de sujeto y objeto, de ciencias naturales y ciencias sociales, y proponer la convivencia armónica comprendiendo nuestra relación con el ambiente de manera distinta. Y es que parece que nosotros ya no nos sentimos parte del mundo, pero mirando desde la epistemología del encantamiento, el mundo si nos siente parte de él, tanto que nos está poniendo un freno con las manifestaciones como el calentamiento global, el agujero en la capa de ozono y la escasez del agua. No vaya a ser que un día los bosques se levanten en contra nuestra, como ocurre en la historia de El Señor de los Anillos. De hecho algunos dicen que el desarrollo sostenible se trata de esta relación encantada con el ambiente, no de un conjunto de técnicas para salvar al planeta y menos una cláusula más en la constitución como se le ocurrió al Partido Verde Ecologista.



Bibliografía:
Fernández Christlieb, Pablo, El conocimiento encantado, en Archipiélago. Cuadernos de crítica de la Cultura, No. 13, Barcelona.
Foucault, Michel (1978), La verdad y las formas jurídicas. Barcelona, Gedisa.
Ibáñez, Tomás (2001), Municiones para disidentes. Barcelona: Gedisa.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Hola, he estado leyendo su blog y me parece bastante interesante, por lo que me gustaría tener un acercamiento con la persona o personas que lo dirigen.

Saludos y mucho éxito.

Alan.
blindvoyeur ha dicho que…
Excelente introducción al pensamiento relativista-construccionista y su crítica a la tradición empírico-analítica. Circulará entre mis hiperactivos estudiantes.
Saludos desde Colombia.