El espíritu de Scrooge

por Pablo Fernández Christlieb


Ebenezer Scrooge era un simple súbdito londinense hasta que saltó a la fama universal de la noche a la mañana, concretamente de la Nochebuena a la navidad de 1843, cuando fue acusado de ser la encarnación de la avaricia y la insensibilidad humanas por la opinión pública que se hacia llamar a sí misma “el espíritu de la Navidad” y que en realidad estaba compuesta por sus empleados, parientes lejanos, acreedores y uno que otro escritor de pasquines lacrimógenos que solían publicarse en Inglaterra durante la temporada decembrina.
  En rigor, Scrooge era una persona tímida, discreta, abstemia y frugal, que desde la niñez, a falta de amiguitos y de atención paterna, leía y releía desde Las mil y una noches hasta Robinson Crusoe, con quien se sentía muy identificado. Y si de grande fundó un banco fue porque, mientras su socio Marley salía a hacer las relaciones públicas, él podía quedarse en la oficina a leer libros que ocultaba detrás de los librotes de contabilidad para que nadie se diera cuenta, y así siguió leyendo desde la Biographia Literaria de Coleridge hasta Oliver Twist, con quien se sintió muy identificado.
  En el siglo XIX Inglaterra fue atacada por una epidemia de moralismo clasemediero que consistía, por un lado, en ser tan moralmente mediocre como de costumbre a lo largo del año, y por el otro, a la hora de las fiestas navideñas, pregonar la unidad familiar, todos como muéganos, y hacer una ostentosa gala de lo bondadosa que podía ser la familia alrededor de un arbolito adornado, una novedad a la que Dickens llamó despectivamente “el juguete alemán”, y que hasta la Reina Victoria colocó por primera vez en el castillo de Windsor en 1840. El caso es que quien no viviera en familia y quien no se soltara a dar abrazos y albricias a todo el vecindario para mostrar su buen corazón, era irremediablemente marginado. Y si el moralismo había escogido precisamente a la navidad y al Niño Dios para hacer sus exabruptos, era debido a la ola de antisemitismo que invadía todo el continente tras las inmigraciones judías de Europa Oriental.
  Scrooge vivía solo porque desde que murió su hermana Fan –siendo todavía joven- no tuvo más familia, y desde que lo cortó su única novia con el típico pretexto de “ya no eres el de antes”, dejó de tener ánimos para otros desaires, y prefirió dedicarse a su trabajo, que pagaba menos mal. Y, para acabarla, Scrooge era judío, de donde se podía entender que no le diera por celebrar la llegada del mesías sino hasta nuevo aviso: ni modo que anduviera por ahí cantando villancicos o una canción de Navidad.
  Ante semejante absurdo generalizado, el señor Scrooge nunca perdió la compostura ni la lucidez ni su profundo sentido del humor ni tampoco la generosidad natural que hacía honor a su nombre, porque, en efecto, Ebenezer en hebreo significa “el que ayuda”. Y así, ante los abusos empalagosos de sus congéneres que le exigían donativos, dádivas y otros comportamientos vergonzosos estilo Teletón en aras del amor y de la paz, Scrooge les proponía como solución a la pobreza encarcelar a todos los pobres siquiera por un día, para que así tuvieran comida, cobijo y compañía en Nochebuena, mientras gozaba por dentro la indignación de esas mismas clases mojigatas que justo en ese año de 1843 habían reformado el sistema carcelario inglés, empeorándolo, dizque para mayor escarmiento de la gente mala. Y acto seguido, a la mañana siguiente de navidad, el 26, día de san Esteban, que es cuando las verdaderas tradiciones inglesas acostumbraban dar ayuda a los necesitados, Scrooge enviaba, de manera anónima, sin aspavientos publicitarios pavos a los pobres; a sus empleados, como no queriendo la cosa, les aumentaba sueldos y reducía horas de trabajo. Sin que nadie lo viera, era capaz de platicar con los niños de la calle y regalarles hasta cinco chelines, suma muy respetable.
  Debido a ciertas restricciones contra los bancos y a ciertas leyes antisemitas no derogadas sino hasta 1858, Scrooge perdió su banco aunque no empobreció del todo. Murió a solas de una congestión estomacal, y su último pensamiento fue un chiste, en el que mezcló la causa de sus muerte con la consecuencia de ésta, jugando con las palabras “gravy” (salsa) y “grave” (tumba), que en inglés son casi idénticas. La historia de Ebenezer Scrooge fue dada a conocer en México por Moisés Sáenz, en los años veinte, y desde entonces las clases pudientes llevan a sus hijos al teatro para que aprendan a agradecer la presencia de tanto niño pobre del cual compadecerse con el corazoncito rebosante de bondad navideña, aprovechando que el espíritu de Scrooge no ha vuelto. 
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Publicado originalmente en la columna El espíritu inútil del periódico El Financiero (México), el 11 de diciembre de 1998. Gracias a Jahir Navalles por la transcripición y el envío.

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