¿De dónde dicen que viene?

por Martín Mora
de su libro El parpadear de ícaro. Fondo Editorial Tierra Adentro. México: 1997. Pág. 43-45.


Resulta curiosa la manera en que somos capaces de construir explicaciones acerca de lo que se nos ocurre. Doblemente simpática es la manera en que buscamos refutarlas cuando nos desagradan. Voy al grano. En pasados días, caminando por calles del centro tapatío, un amigo y yo advertíamos por enésima vez el penetrante tufo a drenaje que ya caracteriza a esa zona de Guadalajara. Decíamos que, aunque parecía un hecho ofensivo el comentarlo públicamente, resultaba muy molesto para los peatones porque no habían logrado insensibilizarse al olor como sí lo habían hecho ya los residentes del rumbo. Surgieron las hipótesis sobre el origen de la pestilencia: que se debía al entubamiento del río San Juan de Dios, que el insuficiente calibre de los caños no permitía la corriente ni la ventilación, que la circulación de desperdicios orgánicos de todo tipo provocaba azolvamientos, que el calor y la fermentación producían gas metano y que éste podría resultar explosivo, que los drenajes eran (lo descubrió en Vuelta Fernando del Paso) gasoductos, que las migalas, etcétera.

Una semana más tarde, luego de una cafetera iluminación, propondría una explicación sospechosamente encuadrable dentro del espectro de la inteligencia y la torpeza ejidales: el olor a podrido es como una metáfora sobre la identidad tapatía. Explico. El nombre de la ciudad se asienta en una palabra árabe, que, según un arquitecto amigo mío, quiere decir algo así como río que corre entre excrementos o río repleto de heces. Es decir, un apelativo bastante alejado de la pudorosa traducción oficial que habla del río que corre entre las piedras.

En efecto, la denominación española que emulaba a la ciudad de España, cuna del conquistador, marcó sensiblemente el ánimo y la identidad que se han forjado bajo tal accidente heráldico. La personalidad de la ciudad, descrita parcial y deshilvanadamente como corresponde a las conjeturas, se ubica dentro de la copropraxia, de la analidad que tanto les place escudriñar a ciertos psicoanalistas: 1) existe una tendencia a la manipulación monetaria: la ciudad se identifica como polo comercial y de servicios; 2) lo mismo se derrocha que se ahorra: la gente se va de lengua y de dinero al tiempo que esconde los sentimientos tras la apariencia del respeto: “ciudad amable”; 3) se oscila en lo moral entre la rigidez y el cinismo: la moral pública y la práctica privada pocas veces coinciden; 4) la prosperidad está asociada a lo escatológico: visitadísimos negocios de comida instalados entre aguas negras y en mercados malolientes, el eterno problema de qué hacer con la basura, el dinero que corre entre las aguas que pueden lavarlo; 5) el rumor sirve como comunicación soterrada: la gente conjetura sobre cualquier tema con la misma entusiasmada sospecha paranoide del politólogo Carlos Ramírez; 6) aparece una forma de identidad bipolar en donde los extremos se tocan: la recia y viril imagen del charro junto a la ganada fama homosexual abierta y de clóset; etcétera. En suma, una cercanísima relación entre las heces, la moral, el agua estancada, la vida doble, el festejo escatológico, la indolencia, la buena fe, la potencia económica y, lo más grave, cierta miseria de los afectos. Sin embargo, esta corta explicación no busca ser retrato fiel ni premisa. Es una simple argumentación que recibirá, es probable, una refutación igualmente personal y tirada de los cabellos.


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Gracias al doctor Mora, a.k.a. Plektopoi, por dejarnos piratear sus letras.

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