La inteligencia

por Pablo Fernández Christlieb,
publicado originalmente en Gaceta en Konstruxión, Num. 2-2006, Fac. de Psicología UNAM, Salón okupado 9.

Se necesita ser muy bruto para seguir viviendo con alguien que no lo quiera a uno. Hay algo de idiota en las envidias de los intelectuales a ver quién es el más inteligente. Adjetivos como menso se aplican a los que cometen imprudencias, indiscreciones y faltas de tacto. Quien se gana un infarto cosechando éxitos está imbécil. El que sistemáticamente sea infeliz ha de ser medio güey. Existe un acuerdo respecto a que los sangrones, los creídos y los prepotentes son unos babosos. Todos estos tarados pueden haber sacado puro diez en la escuela, pero eso no les quita lo tonto.

Es curioso que la cultura tenga más sinónimos para la tontería que para la inteligencia, lo cual parece significar que, en rigor, la inteligencia no existe, pero la falta de inteligencia sí. Y la mayor falta de inteligencia del siglo ha sido la de los científicos de la mente, quienes, para saber qué era, la sacaron, como si fuera pila de reloj, del paquete de la vida, y se pusieron a medirla: dicen que mide 100, aunque no saben cien qué: 100 de inteligencia, contestan los muy mensos, y hay que ser bastante bruto para creerles, cosa que ha sido la norma en todo el siglo; por eso a los niños modernos los saturan de cursos activos que les fuerzan el cerebro hasta dar la talla, y si después de eso la riegan en su vida por todas partes queda el consuelo de que tienen un I.Q. de 116. Pero una pila de reloj no da la hora.

Ciertamente la única definición correcta de inteligencia es no ser tonto. La inteligencia consiste en no regarla, en que la vida le salga bien a uno en la medida de lo posible, esto es, en que, con lo que uno tiene, con su cara y su cerebro y otros defectos, y en las circunstancias en las que se encuentre, y dándole un buen margen al azar, pueda ir acomodando las ilusiones, los recuerdos, las amistades, las desgracias, los talentos y los contratiempos para sacar lo más decoroso que se pueda hacer con eso. La inteligencia es un cierto arreglo entre lo que se piensa, lo que se siente y lo que se puede. En última instancia, la inteligencia es una disposición para embellecer la vida.

Antes del siglo 20 no había nociones de inteligencia, y se hablaba más bien de personas “prudentes” o “discretas”. Las personas “inteligentes” aparecen cuando se hacen necesarias sus habilidades técnicas para obtener resultados contabilizables en el progreso, independientemente de si en el resto de la vida son unos mentecatos, y por ello se puede aislar a la inteligencia de cuestiones como la ética, los sentimientos, la estética, y de valores como la felicidad. La definición tonta de inteligencia solamente atiende a la habilidad de manipular palabras, números o cosas, y por eso un edificio que prende solo la calefacción o un coche que avisa que se le acabó el aceite ya son inteligentes; por eso las computadoras parecen tan inteligentes, aunque no sean capaces de entender un chiste, y quien no entiende un chiste es regüey aquí y en China. La computación es la inteligencia de los tontos.


Inteligencia no significa computar, sino inteligir, entender los factores sutiles de la vida y saberse mover con ellos; así que resulta menos tonto quien no se va con la finita de que querer ser inteligente es resolver acertijos varios, y en cambio mete consideraciones éticas y estéticas, afectivas y valorativas a la hora de hacer las cosas, en la inteligencia de que la vida viene toda junta, y de que si no mete todo junto, algo le va a salir horrible, y será por menso.

La sociedad nunca había tenido tanta inteligencia como ahora pero nunca había sido tan idiota, porque creyó que hasta le mente era un aparatito de la Hewlett Packard, y la imbecilidad se le nota en que quiere arreglar sus problemas con más inteligencia de la suya. Nunca había habido tanto tonto de alto cociente intelectual. Lo malo es que la estupidez se convierte en una realidad colectiva; de manera que se vuelve muy difícil para cualquiera no atontarse, según consta en el hecho de que a todo mundo se le va enchuecando la vida y por más que le haga no halla ni cómo enderezarla, y, sin embargo, permanece la obligación de ser inteligente con la tonteria de que se dispone, lo cual alcanza, hoy en día, al parecer, para echarle escepticismo, paciencia y humor a las idioteces propias y a las ajenas, y luego hacer lo que se pueda.

Actualmente la cara de la inteligencia no es la del ceño fruncido y concentrado, sino la del que sonríe de algo y no quiere decir de qué.

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Gracias a Olmo Navarrete por enviarnos este texto.

Fotos de Lirba Cano.

Comentarios

Lety Lechuga ha dicho que…
Bueno, qué decir de Pablo Fernández, una excelente reflexión, desafortunadamente lo bueno, no se anuncia en espectaculares ni se pasa por la tele...
Anónimo ha dicho que…
hace pensar... pero no demasiado, aúnque tengo que aceptar que tal vez envidio un poco tu manera fluida de escribir.
Tal vez no soy excelente escritor XD
y ese es el problema... que mis pensamientos no fluyan para expresarse con la misma facilidad que son pensados.
Pero considero que tu visión del mundo es mas amplia que la de muchos.
felicitaciones....
Pd. ojalá no me tomes tan en serio
Anónimo ha dicho que…
PABLO FERNANDEZ BUENISIMO COMO SIEMPRE CON UNA DOSIS DE HUMOR Q AUNQ SE OIGA MAMON REFRESCA LA MAÑANA Y EL DIA...
terapia de pareja ha dicho que…
En mi formación, leí el original que se publicó en la gaceta en construcción. Me parece que aun lo tengo, porque me cambio la vida, pero luego se me olvidó y la sociedad me volvió a comer, pero leerte Pablo, si algún día lees esto, es recordar que todavía hay personas con lúcides en este mundo absurdamente normalizado.