Tequila Sunrise & Social Action

por Camilo Aedo, Yann Bona, Raúl García, Víctor Hernández, Marcela Olivera y Héctor Robledo en Athenea Digital no. 7, primavera 2005.


Más allá de la koiné

La casa era agradable. Desprendía uno de esos aromas familiares que uno nunca acaba recordando dónde fue la primera vez que lo olió. Una invitación para aquellos a quienes les gusta la acción social.

Vaya par de idiotas habrán montado una fiesta como ésta ―pensó la primera vez que leyó la invitación.

Aún así, algo intranquilo y curioso, Mak decidió asomarse por si era cierto aquello que decían. O más bien, ver que es lo que toda esa gente reunida iba a hacer allí. Cierto es que no iban sólo a tomar tequila (desafortunadamente).


Había mucha gente y parece que algunos ya estaban más animados que otros. Tendría que ponerse a tono. La verdad es que no sabía cómo abordar a la prima. Parece que todo el mundo estaba haciendo méritos para seducirla. La última vez que la vio fue en la distinción entre movimiento y acción. Pues el movimiento como un acto reflejo no se suele considerar como acción. Así que, ¿qué es lo que la hace acción y qué es lo que la hace llamarse social?, ¿cuáles fueron sus padres y a qué se dedica ahora? Se moría de ganas por preguntárselo pero antes tenía que examinar el territorio. Ver quién estaba en la fiesta y cómo iba a presentarse. Le llevaría algún tiempo emborracharse así que pensó que mientras estaba sobrio, le daría vueltas a algo que Ricoeur le confesó a medias sobre ella y el texto:


La historia narrada dice el quién de la acción. La identidad del quien no es, pues ella misma es más que una identidad narrativa. Sin el recurso de la narración, el problema de la identidad personal está, en efecto, condenado a una antinomia sin solución: o bien se piensa un sujeto idéntico a sí mismo en la diversidad de sus estados, o bien se sostiene que este sujeto no es sino una ilusión sustancialista.

El mundo del texto es una trascendencia en la inmanencia del texto, un fuera intencionado por un dentro.

Los textos abren mundos posibles, nos proyectan más allá de las condiciones que pretendían describir y de las condiciones en los que surgieron.


Por cierto, Ricoeur aún no había aparecido entre las decenas de piernas y brazos que se tambaleaban agitándose al ritmo de la música.

Pasar de sobrio a ebrio era toda una transformación. Como si el gesto de alzar el vaso y llevarlo hasta la comisura de los labios fuera algo repetido una y otra vez en la historia de miles de adoradores etílicos. Uno se siente repitiendo la misma acción que en fiestas anteriores. Deleuze nos hablaría de una transformación incorporal al hablar del paso de pasajeros a rehenes en un avión dada la acción de un pirata del aire. O más que acción física, acción verbal. La declaración de alguien que proclama que esto es un secuestro. Un acto de habla, a la Austin, que transforma incorporalmente a los pasajeros en rehenes. No se sabe hasta que punto el alcohol puede considerarse un actante, algo que acciona algo para que alguien pase a ser alguien ebrio. ¿Una transformación corporal? Quizás.

Mak tenía que aclarar o aterrizar todo esto en un plano más concreto para poder hablar con la prima. Aunque quizás en la fiesta encontrara a otras personas que también la conozcan y puedan intercambiar opiniones y licores. Por lo pronto podía verse a Shütz bailoteando distendido mientras removía su trago con un mezclador con forma de paragüitas. Incluso pudo verse cómo Max Weber llegó a la fiesta.



Like a virgin

Max Weber llegó a la fiesta con cierto escepticismo. Adusto y discreto se dirigió a la barra y pidió un Johny Walker etiqueta negra que empezó a degustar lánguidamente.

Qué tal Max ―le dijo Alfred Schütz, que ya disfrutaba de su piña colada mientras movía su cuerpecillo al ritmo del mambo number five―. Pensé que no vendrías.

―Sí, lo sé, pero ya ves ―contestaba Weber acariciándose la barba blanca―. El llamado de la acción siempre me ha cautivado. La verdad es que sigo extrañándola mucho.

Schütz miró hacia la puerta de soslayo.

Tremenda tipa la tal acción ―dijo como recordando viejos agravios―. Yo también quiero ver si le puedo hacer algo, espero que aparezca pronto. Mientras tanto bailo un poco.

La música resonaba con fuerza, había globos de colores en las paredes y un cuadro de Mark Ryden al pie de la escalera.

¿Sabes? Yo me resisto a pensarla fuera de alguna racionalidad ―dijo Max Weber interrumpiendo la indolencia de Schütz―. No sé que es lo que estuvo mal, mira que lo he pensado. ¿Acaso la acción se aburrió por haberla tratado así? Primero con arreglo a fines, luego con arreglo a valores ―continuaba recapitulando Weber―. La acción propiamente afectiva para mí está claro. Y la acción que podríamos llamar tradicional, es decir los hábitos, las costumbres, incluso tuve el cuidado de diferenciarla de la simple conducta reactiva. ¿Te acuerdas Alfred? Aquella de tan mala reputación.

Schütz había dejado de bailar y fruncía el ceño.

Sí; la verdad es que lo único que le admiro a Durkheim, (por cierto, ¿no sabes si vendrá a la fiesta?), es haberla tratado con aquel magistral menosprecio y con aquella simplicidad tan especialiv. Claro que la acción siguió haciendo de las suyas, ya sabes cómo es.

Pero tampoco es necesario que seas tan rudo Alfred, pareces resentido con ella ―afirmó Max, mientras daba otro trago a su whisky con deliberada lentitud.

Yo creo que lo que la acción no me perdona a mí es haberla llevado a la vida cotidiana, haberla querido involucrar en las experiencias del sentido común, y claro, haberle presentado al hombre olvidado.

Sí Alfred. Creo que exageraste.

Le decía: mira querida, tú estás emparentada con las pre-interpretaciones del mundo; tú eres hermana de las construcciones de sentido común. Sí, déjate llevar por la experienciav.

Weber escuchaba con media sonrisa y miraba a Schütz por encima del hombro.

Me lo imagino Alfred, pero fíjate ―y su voz obtuvo un tono más grave― yo le llegué a conceder (porque entendí que era preciso hacerlo así) el privilegio de apoyarse en procesos reflexivos y de relacionarla con determinada significación de los resultados. Recuerdo que una vez le dije, con toda solemnidad: acción, tú serás la orientación subjetivamente comprensible de la conducta, el sentido será tu brújula. Y desde entonces no la he visto más.vi

¡Desgraciada! ―murmuró Schütz, y casi al instante levantó la mano sonriendo para saludar a Giddens que pasaba del otro lado del salón luciendo un gorrito de spider-man en la cabeza. Anthony Giddens también había tenido experiencias interesantes con la acción, pero tampoco la dominaba. Sus amigos lo habían rescatado de una crisis alcohólica después de fracasar con la absurda empresa de asignarle su apellido a un par de pequeñas acciones secundarias.

Oye Max, ¡vamos a ver qué nos cuenta Anthony! ―dijo Schütz mientras comenzaba a bailotear de nuevo.

Max Weber suspiró con cierto desdén.

¿Con ese mentecato? ―preguntó.

Sí hombre, ¡vamos! ―exhortó Schütz mirando con impaciencia el rostro de Weber.

Está bien, pero no me pidas que hable mucho.

Para ese instante ya sonaba en el ambiente Like a virgin de Madonna. El salón se llenaba de voces y exclamaciones pero no todos los presentes se conocían entre sí. Por ejemplo, alguien tenía curiosidad por un sujeto llamado Talcott Parsons y un tal voluntarismo, lo cual generaba ciertas expectativas y alguna mirada indiscreta. Había humo de pipa y en el comedor, junto a los canapés y las croquetas, dos hombres se besaban. La gente se sentía bien, pero a la vez, muchos anticipaban inevitablemente una sensación de incompletud y de nostalgia.

¡Zopenco! ―le gritó cariñosamente Vattimo a Jürgen Habermas.

¡Hola mequetrefe! ―contestó el alemán con alegría.


Un desconocido comentaba de su último congreso en Londres. Al fondo del recinto se podía ver, ya muy anciano, a Wilhelm Wundt, apoyado en su bastón, con sus ojillos muy abiertos. En el techo se encendían luces verdes, rojas y amarillas. Al fin ya en el otro extremo de la sala, Weber y Schütz saludaron a Giddens.

¡Hola muchacho! Veo que has mejorado bastante ―dijo Schütz con cierto aire de mofa en sus palabras.

Max Weber miraba hacia otro lado. Giddens arqueó los labios en un gesto de aprobación un poco tímida. Movió la cabeza afirmativamente y balbuceó:

Sí, ahora estoy más tranquilo.

¿Quieres decir que ya abandonaste tus preferencias por la estructura?

¡Yo nunca he tenido preferencias por la estructura ―replicó Giddens con sorprendente energía― ¡Y tú deberías saberlo!

Vamos viejo, no te pongas así ―dijo Schütz que otra vez ya no bailaba.

Lo que yo decía era que cualquier investigación en ciencias sociales habrá de preocuparse por la relación entre acción y estructura; y que en ningún caso, óyelo bien, en ningún caso, la estructura determina la acción; claro que viceversa tampoco. Y afirmé también ―continuaba Giddens que al hablar miraba hacia arriba con los ojos fijos― que todo análisis social tendría que partir de las prácticas sociales recurrentes. Ya sabes, no absolutizar ni la experiencia del actor individual ni la existencia de cualquier forma de totalidad social sino las prácticas sociales ordenadas en tiempo y espacio, ¿me explico? Se trata de atender las prácticas sociales; se trata ―y su voz parecía más eufórica― de establecer una teoría de la relación entre acción y estructura, imbricadas, intrincadas en toda actividad humana.

Me voy a mear ―dijo Max Weber.


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