Las mujeres y los demás

por Pablo Fernández Christlieb

I
No es para los demás ("los demás": maridos, compañeros, novios, transeúntes, ciudadanos promedio, esto es, señores) que se arreglan, sino para copiarse, florearse y viborearse entre ellas mismas, de manera que las mujeres pueden ser catalogadas como una banda; una banda muy cerrada y refractaria al exterior. Incluso, las que se ponen guapas para que las vean los demás, se vuelven sospechosas, les dicen resbalosas, y quedan un poco relegadas, lo cual hace que sean las más solitarias de las mujeres, ya que la interacción con los demás no se considera suficiente compañía.



La cohesividad de esta banda, muy dada a abrazarse y apapacharse, es en realidad un producto de su característica esencial, que es la tactilidad, es decir, tocar, esto es, pensar, experimentar, conocer, comunicarse, y mirar-oír-oler-gustar a través del tacto, con lo cual el mundo se percibe por sus cualidades de suave o áspero, tibio o frío, liso o rasposo, tierno o duro, y si a veces las califican de "detallistas" o "modositas" es porque no trabajan con las manos, sino con las yemas de los dedos, de donde también se entiende su gusto por las telas o las pieles, que son pura textura, y que constituye para ellas el material fundamental con el cual se ejercita el pensamiento, y por lo que es reiteradamente palpado, recorrido y comprobado. Hay incluso quien podría deducir que el propio tipo de piel y cuerpo de las mujeres, y su voz y su gusto por los chocolates, obedece a esta estructura táctil, suave y redondo y dulcificado, así que no debe extrañar su tendencia a engordar, a hacerse más redondas, y a hacerlo más distributiva y uniformemente; de lo que habría de extrañarse es de su pánico a hacerlo, porque eso es contradictoria con su modo de ser fundamental; tal vez es un pánico ajeno, que alguien les vendió.

El tacto es el sentido de la cercanía, de la proximidad, del contacto precisamente, porque para percibirlo se requiere que haya continuidad entre la piel y las cosas, que se reúnan lo tocante y lo tocado, de modo que lo que está separado o distante carece de realidad, queda fuera, y en rigor el tacto es el verdadero sentido original, porque "sentir" se refiere en principio a tocar o ser tocado, y así también "sentimiento". Los afectos son táctiles, y consisten puntualmente en la existencia de esta continuidad. De ahí la atribución de sentimentales a las mujeres, bastante verosímil.

Por esto las mujeres tienen una incomodidad congénita a la discontinuidad, a la fragmentación y a las rupturas, que es donde la tactilidad se interrumpe, y se les nota, por ejemplo, en que no les gusta mucho leer periódicos, que son una retacería de notas disímiles, y en cambio, leen mucha novela, que son una unidad continua desde la primera mayúscula hasta el punto final, y que presentan, de paso, la vida completa de un personaje, que además se les vuelve entrañable una vez que ya pasó hoja por hoja por los dedos. Este pensamiento táctil las hace no separar su trabajo de su persona o su apariencia de su interior, y, de hecho, su actividad principal consiste en reunir, unificar, conciliar, conjuntar, convocar, congregar, en acercar lo que tiende a distanciarse, y por eso es a ellas a las que les da por organizar cenas, reuniones y horas de café (en lugar de reventones, cuya etimología es la de la disgregación), para lo cual hay que hacer las invitaciones y además babettizarse, es decir, montar un escenario capaz de juntar a la gente, que consiste en buena comida y bonito lugar. Es como si las mujeres fueran las encargadas de sostener la unidad de una sociedad que de otro modo se dispersaría cada quien por su lado, y es como si les tocara volver a fundar los grupos una y otra vez, y por eso mismo celebran todos los aniversarios como cumpleaños, navidades o cuando-nos-conocimos, que son, literalmente, conmemoraciones de días de fundación.

Las mujeres carecen de archivo muerto, son una memoria viva. Y, ciertamente, mientras los demás hacen y deshacen, ellas rehacen, toda vez que detectan cierta fatuidad en quienes se la pasan sustituyendo unas cosas por otras, y por eso, suelen preferir las actividades de restitución, de re-creación, como tal vez la fotografía, la docencia, la restauración, la educación, la interpretación en vez de la composición, y la lectura, porque como Gabriel Zaid ya dijo, pueden desaparecer los escritores a condición de que no falten los lectores.

En las mujeres, todo toca con todo, y por eso tienen la vida de una sola pieza, de modo que cualquier cosa, persona o acontecimiento que pase por su vida se les incorpora y se convierte en una forma de ellas mismas, por lo que no se pueden desprender con ninguna facilidad ni de pertenencias ni de recuerdos, ya que eso equivaldría a desfigurárseles la vida desde dentro, a rompérseles la identidad, pero sobre todo, a traicionarse a sí mismas. Es pues, por fidelidad a sí mismas, como dijo Georg Simmel en su libro sobre la cultura femenina, que las mujeres por lo regular no juegan chueco, porque sería hacerse trampa ellas solas, y es por esta misma fidelidad que, en efecto, si son dadas a utilizar muchos cajones, closets, cajitas, baúles, alhajeros, álbumes, guardapelos, frasquitos, relicarios y demás containers, es para que contengan los elementos de su vida: fotos, cartas, teléfonos, diarios, calificaciones, mechones, trajes de novia, discos, que probablemente requieren recorrer con el tacto cada tanto como para volver a absorberlos, y pétalos secos, menúes, libros, volantes de manifestaciones, bolos, facturas, dedales, boletos de cine, tickets de estacionamiento, posters de los Enanitos Verdes, prendedores, apuntes de la secundaria, timbres de correo, bolígrafos rotos, dientes de leche, muelas del juicio, recetarios, perfumes vacíos, y quizá, viendo todo junto y en presente, envejecer les parezca también una traición.


Las mujeres quedan impregnadas de todo lo que tocan: la memoria es un órgano del tacto. Pero nadie debe sentirse "inolvidable" por el hecho de que una mujer le recuerde: lo que ella necesita son sus recuerdos, pero no a sus recordados, de los que puede prescindir con toda entereza, y quienes por su parte se pueden podrir si gustan. Olvidar algo o a alguien, significaría para las mujeres negarse a sí mismas, y eso es lo que no van a hacer aunque ese alguien haya resultado un animal. Sin embargo, también es por esto que una única mala experiencia les arruina el conjunto de su vida.
Y finalmente, todas las mujeres son excepcionales: cada una es la excepción de lo que se diga de ellas, que, puesto de otra manera, es cuando se comportan como los demás.

II
A los demás de las mujeres se les denomina técnicamente "hombres", y todos son iguales.

Los hombres son, por tradición, mirones: todo lo hacen viendo. La que usó los ojos antes y por encima de cualquier otro canal fue la cultura masculina. Y si ésta ha sido la cultura dominante en los últimos ochocientos años, es porque la época moderna despega y obtiene sus avances gracias a las características de la percepción ocular. Los primeros conocimientos e invenciones modernos fueron visuales: las primeras ciencias, por ahí del siglo XII, son la óptica y la astronomía; los lentes se inventaron en 1290; después viene el telescopio de Galileo, el prisma de Newton, y así hasta llegar al rayo láser, pasando por los lentes de contacto que se patentan en 1827. De hecho, el lenguaje en todos los idiomas occidentales es masculino, o visual, donde se habla como si se estuviera viendo, no hablando: "¿ves lo que te digo?", "¡mira lo que dices!", de modo que quien quiera abrir la boca tiene que hacerlo con los ojos e ingresar a la cultura masculina.

La visión es un sentido distal, más que la audición y mucho más que el olfato, y no se trata tanto de que pueda percibir cosas a la distancia, sino que para percibir cosas tienen que marcar una distancia, una separación, porque pegadito a las cosas no se ve nada, y es esta separación el mecanismo con el que se construye el mundo para los hombres, quienes prefieren poner distancia en medio para todo, verlo desde lejos, rodearlo, siempre como a tiro de mirada, pero nunca acercarse demasiado a nada, porque entonces se les desordena el mundo. Los hombres son ciegos para la cercanía, sumamente torpes para la intimidad, como si trajeran heredada una prohibición de tocar, de sentir con el cuerpo, y en efecto, cuando se animan a transgredirla y tratan de hacerlo, son muy primitivos, y sólo les sale hacerlo en forma de brusquedad y violencia, y en todo caso no aguantan mucho tiempo haciéndolo, y es cuando salen con el pretexto de que ya se tienen que ir. Si se ve, los chistes, que son tan masculinos, son siempre una manera de frivolizar algo que podía tomarse en serio, y una manera de desapegarse; tal vez por eso les gustan más que nada los chistes de sexo: no para dejar de tener la tentación, sino para descomprometerse de ella.

Es por su necesaria separación con el mundo que igualmente tienden a preferir los espacios abiertos e iluminados, donde nada corte la vista y nada obligue a estar juntos, o sea que no les acomodan los lugares acogedores u hogareños, donde sienten que se les vienen las paredes encima. A veces lo llaman a eso "libertad". Lo malo es que los arquitectos suelen ser hombres pero los habitantes naturales de las casas no. Lo bueno es que ya no alcanza para que existan casas grandes.

Para tratar con cosas u objetos, como máquinas o mercancías, células o planetas, es muy adecuado estar separado de ellos, y hasta exitoso, pero la cultura masculina también aplicó esta separación a las personas, las ideas, la moral, los sentimientos y hasta a uno mismo, y ciertamente, si se supone que los hombres son "objetivos" en sus opiniones y apreciaciones, es porque todo lo catalogan como objeto, y lo tratan como máquina o mercancía, de manera que a menudo hay quejas contra ellos de que tratan a las personas como si fueran objetos, haciendo con éstas lo que se hace con las cosas, como usarlas y luego dejarlas en un rincón. Es un asunto de perspectiva, o como se dice, de punto de vista. Vine-ví-vencí solamente pudo haber sido dicho por un hombre. Esta distancia entre los hombres y el resto los hace aparecer como si nada los tocara, nada se les pegara, teflones existenciales. Por eso se supone que pueden prescindir de lealtades, nostalgias y arrepentimientos, que se les deslavan con el agua de la regadera: cuando terminan de hacer una cosa, la ponen en el archivo muerto y empiezan a hacer la que sigue.

Y ya que no se encariñan con nada, a los hombres les gustan los objetos desechables, porque se cansan pronto de los ya muy vistos y como que sólo les motiva la novedad; como nómadas mentales, se la pasan cambiando de modelo de coche, de estéreo o de amigos y conocidos, de juguete nuevo. Son furibundos consumidores de aparatos electrónicos, de chácharas con pilas. La gente dice que ellos nunca maduran: ellos dicen que es que siempre miran hacia adelante, progresando, mejorando, superándose, y así se les llena la boca de metáforas de horizontes, metas, fines, puras cosas que se ven de lejos, aunque en realidad este progreso no consiste en ir ganando algo, sino en ir acumulado olvidos. Y efectivamente, el olvido puede definirse como el hecho de ir poniendo distancia entre alguien y algo, entre uno mismo y las cosas, hasta perderlas de vista.

En efecto, mientras que se puede escuchar lo que está a las espaldas, en cambio, ni hay ojos en la nuca ni la vista hace curvas, de modo que la cultura masculina no se acostumbra a ver hacia atrás, y tiende a hacer caso omiso del pasado, la tradición, y ya aunque sea por eso, tiene más bien proclividad a la innovación, a hacer cosas nuevas en vez de repetir o conservar las cosas viejas. Son, con mucho, más los hombres que presentan patentes, talachan inventos, ingenian mecanismos, escriben libros, le ponen su nombre a una estrella o dirigen películas. Hay quien dice que esto es nada más machismo convencional, pero, comoquiera, hacer este tipo de cosas -ciencias, artes, técnicas- es la única manera que los hombres tienen para relacionarse con el mundo, de saberse dentro de él: su forma de relación es indirecta, intermediada por alguna cosa: en los casos más normales, multitudinarios y mediocres, esta relación se da a través de la posesión y el control; los hombres se sienten realizados con el hecho de tener, sobre todo dinero, y luego coches, casas y esas cosas, y asimismo, se sienten capacísismos por el hecho de manipular los botoncitos del aparato de sonido, el control de la tele y a una que otra persona o empleado que se deje: su única forma de empatía es dar órdenes. Pero siempre es una relación distante. Todo esto a veces le otorga un cierto aire de autosuficiencia, de poder, el cual, según se sabe, siempre debe tener un aura de inalcanzable, de allá lejos y de que no admite confiancitas.

Se puede entender por qué los hombres, a pesar de representar una cultura, no pueden ser una comunidad o un grupo, mucho menos una banda, sino a lo más una serie, toda vez que entre cada uno de ellos se planta el mecanismo separador de la visión; por meras razones oftálmicas, la masculinidad es individualista, todos guardando sus distancias.

Mientras que las mujeres no pueden apartarse de la cultura femenina toda vez que ahí hay un vínculo táctil, de modo que ellas mismas son esa cultura, en cambio, el hecho de que la cultura masculina esté encarnada en cosas y objetos, y por ende sea como exterior a los mismos hombres, ha hecho que la cultura masculina se haya despegado de los hombres de carne y hueso y se haya convertido en una especie de estructura o sistema social, incorporando a la política, la ciencia, la tecnología, el mercado, la administración pública y la mera sobrevivencia, de manera que ya no se requiere que nazcan varoncitos para perpetrarse y perpetuarse. La cultura masculina tomó la forma de la sociedad en general, lo cual produce la paradoja de que muchas mujeres intentan pertenecer a ella (que lo logren, es cosa suya), y que muchos hombres ya sólo quieran salir de la ratonera. Que lo logren es cosa suya.

Fotografías de Lirba Cano

Comentarios

Silvina ha dicho que…
Soy de esas entusiastas de Pablo y cada que encuentro algo que no había leido de él quedo encantadaa de nuevo, ¿me podrias decir dónde fue publicado ésto originalmente?
Gracias por darle un espacio.
Claro de Luna ha dicho que…
Cuando Chac me leiste algo por primera vez de Pablo en la clase de Dinamica de grupos quede simplemente encantada por cada palabra de él, es como un brujo de lo cotidiano describe hasta las fibras más ocultas de los fénomenos de los que habla en este caso de las mujeres, simplemente es maravilloso puesto que con su psicologia cotidiana abre un nuevo mundo de conocimientos mas reales, tangibles cosa que es muy poco comun que se vea dentro de las universidades. Muy bien por el trabajo que estas haciendo Chac de publicar cosas tan interesantes de otros como del departamento y propias de tu autoria.
un abrazo.
@chacsol ha dicho que…
silvina, que bien que te haya gustado este texto de pablo, que a mí me parece interesante también por lo controvertido que puede resultar al interior de los debates de género y cuestiones afines. pablo me lo envió hace unos cuatro años para un semanario estudiantil que teníamos en querétaro, méxico, pero creo que no lo alcanzamos a publicar. así que, a menos que él lo haya publicado en otro lado, creo que es inédito.
érika, gracias por los ánimos...
seisylasdiez ha dicho que…
Creo que el primer análisis sobre ser táctiles y ser visuales es fabuloso. Es un análisis diferente a la percepción que generalmente se importa mediante valores superficiales. Solo me pregunto, ¿Por que trivializa su propio análisis basándose en ejemplos importados de ese conjunto de valores (el chocolate, la gordura, las pieles, los electrónicos, Vine-ví-vencí)? Creo que el sabe que trivializa y evita darse por enterado utilizando “hay quien podría” como si no fuera el, quien ejemplificara como resultado de su análisis. Si se mantuviera en la misma línea, lejos de la percepción superficial, podría obtener un análisis mucho mas rico.