por Ricardo Quirarte
Cómo uno va por ahí
completando ideas parciales que tiene de la gente –casi siempre anónima- con la
cual se topa y que en mayor o menor medida se vuelven personajes tipificados, ya
bien caracterizados a través del ritmo de nuestra historia colectiva.
Estereotipos, arquetipos, estigmas; ideas preconcebidas de la experiencia todas
ellas. Y no es que esté mal, necesitamos de estos marcos para darle cierto
orden a nuestra interacción pero, además, podemos jugar con ellos, aceptarlos
no del todo, redefinirlos. La pregunta entonces ya no es si deshacer estas
categorías es posible o no, sino hasta dónde estamos dispuestos a llegar.
Hace unas semanas, invité a la clase que imparto de Ética a
Ernesto, un amigo, quien les contaría a mis alumnos su experiencia de trabajar
en centros de detención durante tres años. La discusión giró principalmente en
torno al grosor de la línea imaginaria que separa estos dos mundos en
apariencia inconmensurables: el adentro y el afuera. Para la mayoría de los
alumnos de bachillerato fue difícil hacerse a la idea de que tenían más en
común con los internos de lo que pensaban, aceptar incluso que la institución
carcelaria como tal presenta fallas irreconciliables en el interior mismo del
modelo, ¿cómo sentir empatía hacia los criminales? ¿cómo re-humanizar a esos
personajes privados –desde el imaginario colectivo, los medios de comunicación,
el sistema mismo- de su propia humanidad? Parecía, desde los alumnos, que el ser humano era un privilegio susceptible
de ganarse o perderse en función a una percepción meritoria establecida desde
varios mecanismos legitimadores los cuales, siguiendo a Foucault, son operados
por el Estado, la ciencia médico-psiquiátrica, instituciones morales entre
otras y sobre las cuales el común de la gente no tiene mayor influencia sino
aceptarlos como ciertos. Es curioso ver cómo las formas de castigo y tortura
expandidas comúnmente entre los siglos XVIII y XIX eran las propuestas más
recurrentes entre los alumnos cuando fueron interpelados sobre los cambios o
mejoras que ellos harían a las cárceles: cámaras de gases, amputación de
extremidades, celdas de aislamiento, fosas de agua electrificada, incluso.
El peso del estigma es tal, diría Goffman, que convierte a las personas
en nada más que el grupo por el cual son definidas, generando consecuencias
recíprocas, pues un grupo se define en oposición al resto del cual no son
parte.
Una semana después, yo caminaba hacia el bachillerato por la
calle de siempre, la avenida Clouthier, a las 7:30 de la mañana, quince minutos
antes de mi primera clase. Había planeado llegar temprano para imprimir las
lecturas y ejercicios correspondientes, pero en cambio llegué a mi clase treinta
minutos después, a las ocho. Lo que pasó fue que en la esquina de Clouthier y
Héctor Berliotz -la calle del susodicho colegio- fui abordado por dos jóvenes
no mayores a mí, habrán estado en la primera mitad de sus veintes, que buscaban
robarme mi dinero y mis pertenencias; en concreto, mi ordenador, mi Ipod, mi
celular y mi cartera.
Ellos caminaban por la banqueta en sentido contrario al mío;
cuando nos topamos, me detuvieron y uno (el más alto y robusto) dijo algo que
no logré escuchar, pues llevaba puestos mis audífonos. Al interpelarlo, él –de
ahora en adelante “el de la gorra”- me sujetó de mi camisa, con la otra mano me
quitó los auriculares y me dijo “camina para acá” siendo acá una entrada a los condominios ubicados a mi derecha. En ese
momento, por la ligera violación de mi espacio vital, supe que se trataba de un
robo y sería complicado correr con mi maletín en donde se encontraba mi
ordenador, además huir implicaba claramente arriesgarme a resultar herido. Lo
obedecí entonces y di unos cinco pasos hacia el zaguán del edificio. El de la
gorra me quitó mi café, casi lleno, y se lo dio al otro, quien lo colocó en la
barda del pasillo. Me preguntó qué llevaba en mi maletín, yo permanecí inmóvil
y en silencio, entonces él continuó “es tu lap top ¿verdad?”; yo respondí que
no se la llevara. Acto seguido el otro asaltante –de ahora en adelante, el más
pequeño- dio un paso al frente y por primera vez participó en el atraco sacando
del bolsillo de su chaqueta un cuchillo de cocina de unos 20 centímetros. Yo me
asusté, como era obvio, pero no accedí, pues tengo en mi ordenador todos mis
trabajos y mis productos escritos desde hace seis o siete años. En
retrospectiva, esta fue la razón y no otra la que me hizo negarme al atraco,
pues significaba para mí deshacerme de una carga emocional enorme; en respuesta
ofrecí a mis asaltantes la posibilidad de un diálogo.
Ellos,
como podrá intuirse, se negaron pero yo insistí utilizando el lugar común pero
muy cierto de que los tres éramos personas, seres humanos inteligentes, y capaces
de hablar. Casi sin darles uso de palabra o réplica comencé con un pseudo-monólogo
sobre cómo yo entendía su situación, que las cosas no estaban fáciles, ni para
ellos ni para mí y que el pinche mundo en el que estamos nos obliga a hacer
estas cosas. El de la gorra me dijo que yo lo tenía todo confundido, pues ellos
no tenían la necesidad de robarme, más bien habían sido contratados para ello,
me aseguró que había alguien más en un carro esperándolos y observándonos, al
parecer esta persona me había estado siguiendo y sabía de mi computadora cara,
de mi Ipod y mi celular también de los más caros. Supe que esto era mentira
pues mi celular es verdaderamente lamentable. De cualquier forma, me pareció
interesante el recurso, de esta manera, ellos mismos no serían los ladrones, al
menos no oficialmente. La difracción de la responsabilidad estaba operando en
su forma más perfecta.
Hablamos entonces y continuamos hablando, la mayor parte del
tiempo yo tenía la palabra. Les dije que era maestro y no ganaba mucho dinero,
que usaba el transporte público como ellos probablemente lo hacían también, que
a mí también me jodía este mundo. Pero los recursos empáticos se hicieron más
evidentes cuando les hablé, mintiendo un poco y recordando a Ernesto, de cómo
había trabajado en la cárcel, en Puente Grande y en la Granja de menores. Esto
los sorprendió, me preguntaron qué hacía ahí, “pues escuchamos a la gente” les
dije, nos dábamos cuenta de que eran personas a los que la vida los había
jodido también pero ellos no tuvieron suerte, incluso habíamos entablado
amistades con algunos. Les hablé después de cosas más íntimas -o que al menos
parecían serlo, pues tenía que adornar mis verdades- que intentaba ganarme la
vida escribiendo pero no lo había logrado todavía y que todos mis escritos de
seis años estaban en mi ordenador y esa era la razón por la cual no podía
entregárselo. Ellos constantemente me respondían “sí te entiendo, pero tampoco
podemos llegar con las manos vacías”, entonces yo empecé a ofrecerles opciones,
la negociación ya estaba en su punto más álgido.
Primero les dije que hiciéramos como si esto nunca hubiera
pasado y que me dejaran ir como si nada. A esto se negaron. Después les propuse
que me llevaran a hablar con quien les había pagado para exhortarlo a no quitarme
nada. A esto también se negaron. Por último, toqué el tema obvio, yo les daría
dinero en vez de mis pertenencias. Después de un vaivén de estira y afloja
ellos aceptaron, pero pedían cuatro mil pesos, yo les ofrecí mil y terminamos en
mil quinientos “y me van a dejar sin comer dos semanas” apunté.
Llegados a este punto, estábamos otra vez en la banqueta, donde
habíamos comenzado; poco a poco mientras conversábamos ellos iban retrocediendo
y yo avanzando. Era un trato, yo iría al cajero y ellos esperarían en la
esquina “fíjate que estamos confiando en ti” me dijo el de la gorra, yo le
agradecí su confianza y, de paso, le pedí mi café, que seguiría algo caliente.
Cuando regresé, les entregué el dinero y les dije “gracias por estar abiertos
al diálogo y dispuestos a llegar a un acuerdo”, el más pequeño contestó “porque
te pudimos haber filereado si quisiéramos” y el otro “no, y gracias a ti por
regresar con el dinero”. Por último, el de la gorra dijo la frase más extraña
del encuentro, en tono casi esperanzador agregó “vete a dar tus clases, ándale.
Vas a ser grande”; y como quien no esta preparado a dar el siguiente paso
frente al te quiero de su pareja, yo
no pude más que responder “gracias, tú también”.
Lo sucedido muestra lo útil que puede ser redefinir la
situación, en sentido goffmaniano, una vez ocurrido un quiebre. Estereotipos
somos todos pero ¿qué pasa cuando el asaltado no sólo grita y da sus
pertenencias sino que le dice a sus asaltantes “vamos a platicar”? La ruptura
del comportamiento esperado descoloca, y antes de que uno pueda pensar cómo
manejar esa nueva situación se encuentra ya en otra, redefinida a la conveniencia
de quien dé el primer paso. El diálogo, además, no hubiera sucedido si yo no
admitiera la posibilidad de que uno puede conversar con sus asaltantes, de
deshacer una categoría bien fundamentada del imaginario que se tiene de ellos.
La interacción se vuelve entonces no sólo un ritual sino un juego en donde, por
ejemplo, uno gana si termina dándose las gracias con sus asaltantes.
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